BIOGRAFÍA DEL PERSONAJE

Ilustración de Raquel Barruz

En 1984 y en la calle Maestro Bartolomé, Enrique Escobedo García nació en el barrio del Pilar del Arrabalejo, en la ciudad de Jaén, donde existe una tradición milenaria que me acabo de inventar con el único fin de añadirle, o restarle, cualquiera sabe, un poco de broza a la existencia.

Consiste en el empeño desaforado de algunos vecinos —los más castizos y cabezones, colegiados, harticos de vino y ataviados con toda la regionalería de la que son capaces— por bautizar a los recién nacidos varones en el pilón de buenas aguas o de aguas buenas que da nombre al barrio, y en la tenaz negativa de los padres de la criatura, quienes, para evitar un sacramento de dudosa efectividad —no hay cura ni monaguillo: el maestro de ceremonias suele ser uno al que llaman Papayita— y gritando mucho «¡que noooo, que noooo, que noooo!», ocultan al niño en alguna grieta o cubo de zinc durante cuatro días, tiempo suficiente para que a los arrabalejeros integristas se les pase el costumbrismo y la terquedad, se aburran y vuelvan a sus quehaceres diarios, que no son pocos. Sin embargo, a veces, los progenitores ceden, más o menos gustosos, o los vecinos dan con el niño, quien, tras el rito bautismal apócrifo, queda condenado de por vida al barrio del Pilar del Arrabalejo, la taquicardia ansiosa le atacará si pretende cruzar sus confines y, en adelante, jamás podrá dormirse sin que se le aparezca el rostro amoratado y contrahecho de Papayita para darle las buenas noches mediante un eructo templado, que no es que eso estorbe mucho para vivir, no exageremos, pero bueno, tampoco hace falta.

Ilustración: Ica Corazón

A Enrique Escobedo, como es obvio, no lo hallaron sus convecinos, no lograron darle al «delete» del pecado original en tan extravagantes circunstancias, sino que lo bautizaron en pila católica, esto es, quedó liberto de barriales ataduras, y de ahí las ganas de meterse a actor y de ver mundo que le entraron y aún conserva, pese a lo viejo que es. Lo que pasa es que, claro, antes uno tiene que instruirse, que darle un zaleón al asno que todos llevamos dentro, porque ir por el mundo y los teatros y los rodajes y los Starbucks con la analfabetera tiesa y manifiesta no trae más que disgustos y vergüenzas, complejos y frustraciones, así que él mismo se fue una mañana al área de administración y pidió plaza de egebé en las Carmelitas y las Carmelitas se la dieron, «toma, toma», que para eso son las Carmelitas, una carmelita no puede negar nada, aunque me supongo que será a cambio de que te la peles poco o algo así, y cuando resolvió las primeras cuentas en las Carmelitas y escribió los primeros tratados de botánica en las Carmelitas, Escobedo dijo «hecho, Carmelitas» y se dirigió sin más demora a las oficinas bachilleras del instituto Cristo Rey, que, te pongas como te pongas, suena a legionario bregoso y con mala hostia por no habérsela pelado nunca o de malas maneras. Y, claro, si ya tienes estudios básicos y estudios medios, ¿qué vas a hacer? ¿Meterte a manijero explotador de simpapeles? No, no es lo aconsejable. Lo aconsejable es pensar en qué mierda te gusta a ti para que te pongan la cabeza como un bombo en la universidad sin que resulte demasiado insoportable, nada que no pueda solucionar un buen trisque por el campus, y lo que a Enrique le gustaba y le gusta es el arte, incluso el Arte, de modo que, con una Carmelita bajo un sobaco y un legionario a cuestas, cruzó las lagunillas adecuadas en piragua de pellejo de alondra y se matriculó en la Universidad de Jaén, o sea la Uja Piruja, a fin de que unos sabios asalariados le contaran qué es y de dónde viene el Arte, los artistas y sus sucedáneos, carrera que, asombrosamente y para disgusto de Papayita, acabó sin mayores consecuencias y ese mismo día pidió un «blabla» y se marchó a Bologna, una ciudad que dicen que está en Italia y que no se mueve de allí aunque la maten. He aquí, pues, el comienzo de la internacionalidad de nuestro hombre.

Boceto: Jesús Díaz Menárguez

De su estancia en Bologna se conoce poco y lo que se conoce —o yo conozco— es mejor que no lo cuente, me ahorro querellas. Los seres humanos que van en pos de la trascendentalidad o la gran belleza no tienen más remedio que sentarse un rato y de vez en cuando al filo de los mamperlanes descascarillados de los lupanares y casallanas de la supervivencia, que es muy puta, a comerse una bolsa de quicos y reflexionar sobre la fragilidad del tiempo. Ahora yo podría decir cosas boniquillas sobre la etrusquería y la romanada y la alegría de la bella ciudad italiana, pero es que no la conozco y me da igual, a mí sí me encontraron en mi barrio y me bautizaron en la pileta de la plazoleta de Las Bragas, es por eso. De lo que no me cabe duda es de que Escobedo García, Enrique, se aprovechó muy bien del aire acondicionado y de la calefacción de la Ópera de Piazza Verdi, no paraba de ir, era una obsesión, ahí todo amelonado perdido, y tampoco duda me cabe de que lo que en tan ilustre corrala de cantantes experimentó por dentro de las túrdigas y en el revés de las escápulas le hizo tomar una importante determinación vital mientras se terminaba un tiramisú a punta de navaja frente a la basílica de San Petronio, seguro que fue frente, o en todo caso junto, a la basílica de San Petronio, a él no le va una parroquia cualquiera: regresar a Jaén, cuna de Avutarda y de La Paca, y dedicarse a la interpretación actoral, toma castaña. Dicho y hecho. Otro «blabla», por favor.

Y entonces llegaron los éxitos y las pelagaterías propias del oficio en compañías teatrudas como Teatro Xtremo, donde se debieron de dar cuenta tarde, con los carteles ya hechos, de que le faltaba la E, ¡manda cojones!; en el Laboratorio de Teatro de la UPMJ, averigüe usted el acrónimo, allí conocí yo al biografiado; y en Baraka Project, cuyo local de ensayo y almacén adecentó el actor en multitud de ocasiones, aun siendo de primera, en tanto recitaba versos del sobrevalorado Siglo de Oro y se echaba a descansar en un ataúd que había, con un pito, sin que se le cayeran los anillos por ello, pero sí el pendiente pirata que gastaba, ese no lo encontramos nunca, y mira que lo buscamos, se sabe que Papayita se enteró del incidente y se alegró.

La vida de Chomino. Ilustración Raquel Barrúz

Enrique Escobedo, a pesar de su oreja inherrada, desnuda, se aplicó en papeles de obras tan prestigiosas y recomendadas por los youtubers como «Volpone», «La vida es sueño», «Marat-Sade», «La ópera de los tres centavos», «Canción de Navidad», «Pedro y el Capitán»… Grandes textos que, sin embargo, se convertirían en obritas de aficionado regulero cuando Jesús Tíscar Jandra, autor jaenero y hoy gloria local acabada, borracho y drogadicto, perro, le ofreció, allá por el 2013, el personaje principal de su segundo libreto, «La vida de Chomino», bajo la dirección de Miguel Ángel Karames, espectáculo de categoría superior en el que Enrique no abandona el escenario durante dos horas, sin parar de hablar, de recitar, de pegar saltos, tirarse al suelo, escupir yogures de plátano y sodomizar tontos bajo la supervisión de un neonazi, realmente el sueño de un actor vocacional. Y hete aquí que se le cumplió.

Tan satisfecho quedó nuestro hombre, tan convencido de que, después de ese trabajo agotador y de tan altas cuotas intelectuales, podría con todo o con lo que hiciera falta, que Escobedo pidió un tercer «blabla» y se fue a México a, según declaró en su día, «tomar el fresco y beber tequilas». De este su periodo azteca en el país de Cantinflas no hay noticias, ni siquiera se sabe a ciencia cierta si de verdad estuvo allí. Y por qué, sobre todo por qué estuvo allí, el porqué, vamos a ver, por qué. Cuando le preguntas, te escupe un yogur a la cara, el marrano, y da por finalizada la entrevista.

Ilustración: Elena Ortega Yañez

En la actualidad, y desde 2015, Enrique Escobedo vive en Madrid, que es lo que tiene que hacer un actor si de verdad quiere dedicarse a servir cañas, hacer telemárquetin, emborracharse en El Palentino (bueno, ya no) y guiar turistas por los Austrias, todo ello mientras, en su caso, ese actor sigue formándose con gente rara y harto presumida de la que allí mora y que no sé quién es ni me importa, pero a la que nombro para que les haga ilusión verse en esta pieza y se lo enseñen a su familia, mira, mira, aquí dicen mi nombre: Antonio Saorín, Antón Valen, José Piris, Vicente Fuentes, Eugenio Barba, Luz Altamira, Paco Montes, Enrique Bustos, José Carlos Plaza, Julián Fuentes Reta o Fernando Sánchez Cabezudo, seguramente grandes personalidades formadoras que no tuvieron tiempo de estudiar unas oposiciones y cuya intervención docente en el espíritu y en la expresión corporal de Enrique, así como en los misterios y posibilidades de la voz humana, lo llevan a participar en algunos anuncios publicitarios, a impartir talleres sobre cómo desempeñar el oficio lo mejor posible, sin hacer mucho el ridículo, y a trabajar en las últimas temporadas de las series televisivas «La que se avecina» y «Cuéntame cómo pasó», que son unas cosas que parece ser que están muy bien pagadas, según dicen, y en las que a veces suena la flauta y te quedas a grabar veintiocho capítulos más, porque has hecho gracia, tanta que hasta te sacan en el Teleprograma. No ha sido este, hasta el momento, el devenir de nuestro hombre, y puede que, gracias a ello, aún tenga tiempo el gran Escobedo de regresar de vez en cuando a Jaén para visitar a Papayita en el psiquiátrico, encerrarse en La Cerradura, en su Cerradura de su alma y antepasados, e invitarnos a los amigos a llorar a gritos y junto a la chimenea los desgarros de nuestras malas cabezas con un gintonic siempre a la mano. Siempre. Lo cual es de agradecer.


por Jesús Tíscar.